Entré en la taberna de bastante mal humor, como de costumbre últimamente.
Llevaba un día horrible, había hecho la colada tres veces y ahora tenía que ir a recoger un vestido para la señora, cosa que no me apetecía en absoluto.
Pedí un vaso de ron al camarero, dirigiéndole mi mejor mirada de odio cuando me examinó fijamente de arriba a abajo sin intentar disimular siquiera.
Rebusqué en mis bolsillos en busca de dinero para pagar la bebida, soltando una exclamación muy poco decorosa cuando descubrí que me había dejado las monedas en casa.